El barrio húmedo de León es seco, tórrido y lento los miércoles de agosto. O, al menos, lo fue un agosto hace más de quince años. Y, ahí, en un apartamento inundado por el ruido constante de una obra cercana, se construyó lo que terminaría siendo mi profesión y afición.
Nunca existe mejor motivo que el azar. En un centro comercial de las afueras, en un momento cualquiera, con el aburrimiento del verano desierto y todo el tiempo del mundo, mi madre me compró un set de magia. Una caja de magia con dos barajas de Jean Pierre Vallarino. Algo serio. Nada de plástico. Todo negro y elegante… aunque estuviera en una juguetería y yo tuviese casi veinte años.
El DVD me abrió los ojos. Era exactamente lo que necesitaba en ese momento, un reto que me mantuviese ocupado. Había juegos automáticos pero ni los recuerdo… Vallarino casi los pasaba por alto como un prólogo que conducía a lo importante, los juegos técnicos. Sin más referencias a las que recurrir se me negó la oscura amenaza de los juegos sin esfuerzo. De un modo inconsciente, abracé el credo del Amateur Magicians Handbook de Henry Hay. Empieza por lo difícil para conocer el esfuerzo que conlleva y aplicarlo a lo fácil. Del vídeo recuerdo la infame cuenta Rumba y al que lleva muchos años siendo uno de mis mejores amigos, el Biddle Trick.
Por si no lo conoces, este juego que mezcla el Wow! de Richard Bruce Ferguson con el Biddle Thru de Elmer Biddle, se puede esquematizar de la siguiente forma: un espectador elige una carta que se pierde en la baraja. El mago, después de mezclar, toma cinco cartas y se las muestra al espectador que confirma que una de ellas es la elegida. Sin contratiempo alguno, la carta desaparece de entre las cinco y reaparece vuelta en el centro del mazo. Un milagro de proporciones bíblicas. El equivalente a que la primera película que veas sea Ciudadano Kane.
Y esta es, ni más ni menos, una carta de amor al que considero uno de los mejores juegos de la historia de la magia… aunque en aquel momento no lo sabía. Como tampoco sabía que me había topado con otro gigante al aprender justo después la versión de Frank Garcia del Visitor de Larry Jennings… pero volvamos a lo nuestro.
La bella ignorancia nos permite abrazar los hechos sin una mochila de piedras a la espalda. Ensayé el juego, lo hice peor y luego mejor, pero lo hice, lo seguí haciendo y lo sigo haciendo. No puedo imaginar cuánto lo maltrataría en su momento pero sí la paciencia que tuvo conmigo esperando a que la técnica llegase al hueso. Como imaginaba que todos los juegos tendrían, como mínimo, esa dificultad, sentí el ensayo y el fracaso como parte de un proceso natural. Pero también hubo suerte al dar con el caballo ganador. Un juego tan sólido, formidable y blindado que es capaz de alzarse ganador hasta en las peores circunstancias. Lo que Gabi llamaba un “matatalentos”.
Encontrar un juego así pone el listón alto. No hay muchos que se puedan codear con esta genialidad que sigo haciendo, a día de hoy, cuando me encuentro en un brete y necesito un seguro a prueba de balas.
Aunque no sea lo más importante, salvo si atendemos, como debiéramos, al inconmensurable y elegantísimo equilibrio que dibuja, el juego tiene una técnica contenida y efectiva. Sólo un control y la cuenta Biddle son necesarios para construir una secuencia de varios efectos que, además, se presentan sin costuras una vez sobrepasado el ritual del manejo técnico. La técnica, en este efecto, como en tantos otros, es el camino previo a la felicidad del impacto mágico. Los pequeños ajustes en la realidad que tenemos que operar para torcer la lógica. Para un principiante, como yo en aquel momento, llegar al final del juego sintiendo que los dos pequeños escollos habían sido superados, suponía una realización interna difícil de describir. Y no tanto escollos a nivel de dificultad digital, sino de compostura y calma. Entendí bien pronto la importancia de dirigir el juego y no dejar que este me dirigiese a mí. Aunque tardara mucho en lograrlo, y mucho más en hacerlo con cierta constancia, el Biddle trick me había enseñado una lección importante.
A nivel estructural la contención persiste e, incluso, se aviva. Una vez que la baraja está en la mesa y las, aparentemente, cincos cartas, se encuentran en la mano del mago, nada obstaculiza una progresión dramática que sólo se puede definir como perfecta. Y lo más importante es que se llega a ella sin obstáculos de más, sin pasos en falso o excusas innecesarias. Simplemente se cogen cinco cartas y se muestran abiertamente. No hay un laberinto de acciones. El camino es tan claro que la mirada resbala ante la liviandad del paseo.
El público, al contrario, se enfrenta a un carrusel de emociones en constante cambio. La mirada se detiene en las manos del mago y la consecución lógica de los acontecimientos. Un camino realmente lógico si se asume como cierta la premisa absurda de que se pueda retirar una carta invisible del montón. Todo camina recto. A cada causa sigue su consecuencia. Y cada consecuencia aleja más la realidad mundana. Nada puede ser y sin embargo no puede ser de otra manera. Y todo hasta que la carta, vuelve de su viaje inalterada. Bueno, quizá esté en sentido contrario al resto de la baraja pero nada le afecta. Su camino ha sido el esperado. Es el espectador el que ha cambiado. Cuando abrió la puerta al “truco de elegir la carta” no se esperaba lo que se le venía encima.
Cómo no enamorarse de este equilibrio perfecto de niveles internos y externos. Por eso no he querido ver más versiones modernas. Cada una de ellas no logra más que pervertir la esencia del efecto. Dos cartas elegidas. Un viaje al bolsillo. La unidad formal se pierde. La magia se esfuma.